2.6.4.– Herodes el Grande 2.6.4.1.– Herodes el Grande (I) Herodes el Grande no era en realidad de origen judío, nació en la ciudad de Ascalón, probablemente en el año 73 a.C. Se trataba de una urbe pagana situada al sur de Israel, donde se rendía culto a Niké. Su padre era el idumeo Antípatro (originario del país de Edom, al sur de Judea, un pueblo desde siempre muy denostado por los profetas bíblicos) y su madre, la nabatea Cypros, probablemente hija del rey Aretas III. Los idumeos o edomitas habían sido incorporados al imperio de la dinastía judía de los asmoneos y convertidos al judaísmo hacia el 130 a.C. Por este motivo los idumeos aún no eran bien vistos por los Judíos más piadosos.
Antípatro había comenzado como consejero del rey Hircano II, uno de los últimos representantes de la dinastía judaica de los asmoneos o macabeos, surgida de una influyente familia judía que había encabezado desde mediados del siglo II a.C. la resistencia nacional de los hebreos contra los dominadores grecosirios (los seleúcidas macedónicos de Siria) y contra los grecoegipcios (los ptolomeos macedónicos dominantes por entonces en Egipto). Este Antípatro, el padre de Herodes, había apoyado las pretensiones de Hircano al trono judío frente al hermano de éste, Aristóbulo, primero con el apoyo militar de sus parientes árabes y finalmente con el decisivo apoyo que consiguió del romano Cneo Pompeyo, cuyas tropas ya habían ocupado Siria por aquel entonces, durante la guerra del rey de Armenia contra los romanos. Pompeyo y sus legiones habían sitiado Jerusalén en el año 63 a.C, y sus propios habitantes le abrieron las puertas, pero tuvo que tomar al asalto el reducto amurallado del Templo donde se habían refugiado los partidarios de Aristóbulo, dispuestos a resistir. Tras el asalto y la victoria, Pompeyo entró con sus oficiales en la cámara prohibida del santuario, lugar reservadísimo en el que sólo podía entrar el Sumo Sacerdote, y contempló de cerca el tesoro sagrado y todos los objetos de oro puro que nadie había visto (el candelabro de oro, la mesa del altar y otros utensilios sacros); sin embargo, por la razón que fuere, no quiso llevarse nada. Confirmó a Hircano como sumo sacerdote de los judíos, impuso un tributo a Jerusalén y a su región, y se anexionó a Siria varias ciudades costeras de Palestina que le asegurasen las comunicaciones terrestres y marítimas con Egipto. Hecho lo cual, regresó a Roma llevándose deportado a Aristóbulo y a su familia (aunque éste se fugó durante el viaje).
Pero Aristóbulo y sus hijos no cejaron en sus pretensiones al trono judío y obligaron a nuevas intervenciones romanas, entre ellas la del gobernador romano de Siria, Gabinio, que venció a los partidarios de Aristóbulo en un combate cerca del monte Tabor. Poco después se produjo en Roma la guerra civil entre Julio César y Pompeyo, una guerra que tuvo fuertes repercusiones también en Oriente y que vino a complicar un poco más las cosas. Antípatro, el padre de Herodes, apoyó decisivamente a César en las campañas de éste contra el decadente y desintegrado Egipto ptolomeico, y en recompensa fue nombrado gobernador de Judea, a las órdenes de Hircano, el etnarca o "jefe" de la nación judía y sumo sacerdote. El prestigio de Antípatro creció, pero crecieron también sus enemigos internos, entre ellos los hijos del derrotado Aristóbulo, y finalmente fue asesinado (uno de los hijos de Antípatro, el joven Herodes, había sido nombrado gobernador de Galilea por su padre).
Hubo luego un intento de invasión de Judea por los partos iranios del otro lado del Éufrates, y con ella el ascenso definitivo de Herodes, a quien los romanos consideraban en Oriente como el único bastión seguro contra el imperio parto. Herodes fue a Roma y allí fue nombrado "rey de los judíos" por el Senado, y acompañado de Marco Antonio y de Octavio (el sobrino de César) subió al templo romano del Capitolio para ofrecer sacrificios a Júpiter.
Sin embargo, por aquel entonces, Herodes era en realidad un rey sin reino, y tuvo que reconquistar el país judío región por región y ciudad por ciudad frente a sus enemigos interiores (principalmente Antígono, hijo de Aristóbulo, e incluso el propio Hircano, a quien había servido su padre), y asimismo frente a enemigos exteriores no menos persistentes (los árabes nabateos y los partos). Tras sufrir no pocas vicisitudes y peligros personales y familiares, Herodes y los suyos se apoderaron sangrientamente de Jerusalén (31 a.C.), y comenzó un largo reinado que habría de durar 33 años. En la última fase de la larga e intermitente guerra civil romana, esta vez entre Octavio y Marco Antonio, Herodes apoyó a Antonio por lealtad y amistad, y le fue fiel hasta el final. Fue precisamente por esta lealtad incondicional por lo que Herodes obtendría después fácilmente el perdón, el aprecio y la amistad personal de Octavio, vencedor absoluto de la guerra civil romana tras la batalla de Accio y el suicidio de Antonio y de Cleopatra.
Octavio Augusto, "dueño de Roma, del Imperio y del Mundo", confirmó a Herodes el título de rey de todos los territorios palestinenses entre la provincia romana de Siria y la de Egipto. Herodes, por su parte, tampoco se demoró mucho para desembarazarse de posibles enemigos y rivales dentro de su reino: hizo asesinar a su joven cuñado, el último descendiente de la dinastía asmonea, para que nadie le viese a él mismo como un usurpador (unos jóvenes previamente aleccionados le ahogaron en una piscina del palacio de Jericó fingiendo que jugaban con él), y también hizo matar a su suegro, el viejo Hircano, que imprudentemente se había arriesgado a volver desde su exilio confiado en el matrimonio de Herodes con su hija. De este modo no dejaba a nadie con legitimidad y fuerza suficiente dentro de la familia asmonea para que se atreviera a disputarle el trono en lo sucesivo.
El reinado de Herodes, bajo la benevolente mirada desde Roma de su amigo y protector, el emperador Octavio Augusto, fue relativamente tranquilo en las relaciones exteriores, pero en el orden interno constituyó una auténtica tiranía personal, soportada con resignación y servilismo por todo el pueblo. Emprendió una grandiosa política de construcciones públicas y privadas: reconstruyó el Templo de Jerusalén, ampliándolo y embelleciéndolo considerablemente, reurbanizó totalmente la ciudad costera de Cesarea (llamada así en honor del "César" Augusto), rehaciéndola con planta grecorromana, templos helénicos, un teatro, un anfiteatro, y sobre todo un magnífico puerto que constituyó una de las mayores obras de ingeniería civil de la Antigüedad (la ciudad de Cesarea sería luego la sede oficial de los posteriores procuradores romanos en Judea), y fundó además numerosas villas de recreo y ciudades residenciales por todo su reino, a las que dió los nombres de personas de su familia, así como diversos palacios-fortaleza para él y para sus familiares en distintos lugares de Judea y de la Transjordania. Financió personalmente la continuidad de los Juegos Olímpicos de Grecia, ya muy decaídos por falta de dinero, e incluso construyó en Palestina varios gimnasios, estadios e hipódromos. Sus liberalidades se extendieron también a otros pueblos y ciudades extranjeras. Naturalmente, toda esta política de grandiosas obras públicas y de helenismo arquitectónico y cultural fue mayoritariamente financiada con un aumento considerable de los impuestos y tributos sobre sus sufridos súbditos judíos. Incrementó también su ejército personal, formado por mercenarios y por gentes del país (idumeos y otros), y mantuvo una especie de "red" de confidentes o "policía secreta" que le tenían permanentemente bien informado de cualquier atisbo de conspiración o de rebelión en el reino.
Con todo, hubo problemas en el reino de Herodes, y problemas graves. El helenismo del rey y de sus cortesanos no gustó nada a las clases sacerdotales judías, que de momento callaron; pero además sirvió a la larga para exacerbar los ánimos nacionalistas y ultrarreligiosos y los sentimientos antirromanos posteriores en buena parte de la población.
El rey hacía ostentación de ser un príncipe de cultura grecorromana. Bastaba ser griego, o romano, culto y bien educado, para pasar unos días, regaladamente, en el palacio de la capital o en el de Jericó. Los aposentos para invitados de la corte real estaban siempre ocupados. Como si Herodes tuviera horror a que hubiera un vacío en su entorno, nobles extranjeros –filósofos, historiadores, poetas y hombres de teatro– desfilaban incesantemente por la corte, y eran invitados asiduamente a comer y a dormir a costa de las finanzas reales. Herodes se comportaba en Jerusalén del mismo modo que Mecenas, el fiel colaborador de Augusto, protector de artistas y poetas, lo hacía en Roma.
Este desfilar de gentiles irritaba principalmente a fariseos y esenios, numerosos en Jerusalén y alrededores; los primeros ostentaban altos cargos religiosos, como sumos sacerdotes del Templo, mientras que los esenios eran una secta apocalíptica que quería purificar el judaísmo. Todos creían que el rey estaba corrompiendo a propósito las costumbres de su corte, y que esa indecencia se estaba expandiendo por la ciudad y sus alrededores. Como ejemplo pusieron la construcción de un teatro y un hipódromo, símbolos de la cultura pagana de griegos y romanos.
De la mano de su consejero Nicolás de Damasco, parecía que el monarca descuidaba los deberes de Estado y se había entregado demasiado al aprendizaje de la filosofía, la retórica y la historia griega y romana. Pero no a la Ley, la única fuente de sabiduría. La administración de los asuntos de Estado recaía en gentes de educación griega, situadas en puestos clave. Así, la exhibición de la pompa romana y griega en ciertas ciudades del reino, como Cesarea, era absolutamente inaceptable para los judíos. Ante los piadosos de Israel todas estas realidades tenían un peso mucho más negativo que algunos actos aparentes de devoción, escasos, por parte del rey, y también más que algunas concesiones aisladas a los fariseos, a quienes el rey tenía políticamente en cuenta como maestros que eran del pueblo.
La construcción de templos paganos en zonas como Sebaste (Samaria), y en especial el dedicado a la diosa Roma y al genio de Augusto en Cesarea, era un insulto público a la Ley. Para colmo, Herodes había preparado grandes festejos paganos para la inauguración de Cesarea, la gran capital que había hecho construir en la costa, entre las actuales Tel Aviv y Haifa, provista de un puerto artificial y diversos anexos, además del templo. Herodes organizó luchas de gladiadores y otros juegos durante la dedicación del templo; todo el conjunto estaba ofrendado al emperador Augusto y a Livia, su esposa, que contribuyó a la ocasión con magníficos dones como premio para los vencedores. Pero para los judíos, las luchas de gladiadores eran profundamente inmorales, pues consideraban que el único dueño de la vida humana era el Altísimo. Además, por la noche se multiplicaban los festines y las bailarinas extranjeras eran casi más abundantes que los comensales. Y con ellas, las orgías y el desenfreno. El pueblo lo sabía y se escandalizaba profundamente.
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