Adentrémonos un poco más en la historia que cuenta este diorama, es la historia protagonizada por Diego Rodríguez de Linares y Zambrana, que ostentaba el cargo de guarda escusaña, pero me callo yo y dejemos hablar al Cronista de la Ciudad, Ilustrísimo Señor don Domingo Murcia Rosales:
Descansa el ánimo contemplando el valle, se pierde la vista por la Pasaílla, la Lancha, el mágico cruzado de la sierra del Camello, Limones, la boca de Moclín, las altas cumbres nevadas de la sierra Nevada... Es fácil soñar,
Las escuchas o atalayas de la Boca de Charilla, del Cascante, de la Moraleja, de la Dehesilla, de la Cabeza de los Jinetes, del cerro de Mingoandrés, ambientan la escena.
En el siglo XV los hombres de frontera, están preparados para el enfrentamiento con el vecino granadino. Adalides y hombres de campo, conocedores de la astucia y diligencia de los moros, conocen el momento y lugar en que se ha de poner la guardia, dónde conviene el escucha, dónde conviene el escucha, dónde el vigía o el escusaña, qué atajo es el más seguro o qué espía lleva y trae. Conocen el polvo del camino, distinguiendo si las pisadas son de gente de a pie, o de a caballo, o de ganado, precisando con gran aproximación el número. Y no digamos de las señales de humo. No es lo mismo la del carbonero que la ahumada del centinela, la de la almenara que la de la candela de los pastores. Saben preparar la celada y dónde deben situarse la caballería y los peones. Distinguen el falso rebato del verdadero aviso. Dominan ardiles y engaños, y saben guardarse de ellos. Saben coger el rastro, siguiendo el verdadero, y guían con maestría las huestes, buscando las aguas y los pastos necesarios para los descansos. Determinan los lugares seguros y provocan al enemigo en el momento necesario, con la información puntual. De noche, sus oídos no descansan; de día, sus ojos no se cierran... Y es que, debajo de les pestañas del atalaya, está la guarda de la población...
La vida de esta ciudad fronteriza y abacial tiene visos de normalidad. Las gentes salen del recinto amurallado con sus ganados y aperos de labranza. De madrugada, cabalga Diego Rodríguez de Linares y Zambrana. Va a cumplir con su misión cotidiana: visitar las atalayas que señalizan la frontera. El cargo de guarda escusaña es oficio muy estimado. Ha salido de la fortaleza en busca del valle de la Fuente del Rey, y, tras un breve descanso en el remanso del manantial, ha trepado por el cerro buscando el Cascante. Vereda abajo, por las Entretorres, se dirige a la Peña del Yeso. Gruñen los jabalíes y se arrullan las tórtolas. Saltan las liebres y observan atentas las alimañas. Al alba se encuentra junto al camino de Granada, al pie de la Peña Aguda.
Un tropel que se acrecienta, ha interrumpido el bucólico medio silencio. Tropas... Atabales, caballeros, lanceros, clarines, ballesteros... Un estandarte. Es el pendón real del sultán granadino. Hay que ocultarse. Los matorrales son lugar adecuado. ¿Qué hacer? Al caballero se le plantean problemas de conciencia. Si permanece escondido, está en peligro su ciudad, que despierta en estas horas alegre y confiada; si impasible, quedará en entredicho su fidelidad a la patria y a su rey. Saca eslabón pedernal y yesca, y enciende una hoguera. Se prende la retama y el tomillo seco, que humea intensamente.
Frente a la Peña del Yeso, en la cumbre del cerro de la Escucha, el vigía de la torre del Arcediano avista la ahumada y se da cuenta del peligro. Alerta en las atalayas. La Moraleja, el Cascante, la Dehesilla, avisan del peligro a los de la ciudad.
Casualmente, el conde de Cabra, a la sazón alcaide del lugar, que ha madrugado para ir al campo y recoger frutos, reconoce las señales de peligro, y, con poca escolta y un claro riesgo para su persona, dada la proximidad del enemigo, busca y rebusca a los campesinos y pastores, y les incita a regresar a la ciudad, para refugiarse dentro de las murallas. Todo ello con presteza y sin titubeo.
Aquí ya se preparan para un fuerte enfrentamiento. La ciudad está, una vez más, en armas.
Si la intensa humareda ha puesto ya en aviso a unos, va a detener a otros. El sultán de Granada ordena parar el campo. ¿Quién ha sido el autor de tan grande atrevimiento? ¿Quién el arriesgado que reta al monarca musulmán?
Ante el acoso de numerosos caballeros, Diego de Linares es apresado fácilmente, y cuando se disponen a ejecutarle, interviene el rey, que ha llegado colérico, buscando al autor de esta osadía:
-¡No lo matéis! ¡Esperad..!
Arrastrado hasta los pies del sultán, es interrogado:
-¿Cómo viendo mi estandarte has hecho esto? ¿Es que estás loco?
-Señor, antes que mi vida, está el servicio a Dios, a mi patria, a mi rey y a mi honra. Mi ciudad no sabe que queréis atacarla y está en peligro de perderse...
-Con hechos así, sólo podrás encontrar la prisión o la muerte...
-Yo por bueno lo tengo, y más quiero padecer, señor, que no que digan mis vecinos a mis hijos: “La flaqueza de tu padre hizo viuda a tu madre.”
Se loa el sultán de tan valiente respuesta y ordena el regreso de las tropas a Granada. Lleva prendido a Diego Rodríguez de Linares. Es un cautivo especial. Se le deberá tratar con cierto respeto y afecto, pues es un ejemplo de heroicidad para las huestes musulmanas. Prisionero durante algún tiempo, llega la primera pascua. El sultán le deja en libertad, tras diversas gestiones del Conde de Cabra, y le regala un caballo, un capellar de grana y unas doblas. Camino de su ciudad, lo escoltan diez caballeros moros.
En la fortaleza le recibe don Diego Fernández de Córdoba, conde de Cabra y alcaide del lugar. El guarda escusaña es portador de una carta del sultán. El conde lee atentamente la misiva: “...si algún vasallo mío, en alguna ocasión, hiciera algún servicio tan particular y de valor como éste, yo le tendría en cuenta, con mucha honra, y le haría al menos la merced que hice con vuestro caballero...”
Hay un ligero escalofrío en el alcaide. Sobrecogimiento. Piensa en sus quinientos hombres. Gente de frontera, siempre dispuesta a luchar, a defender unos intereses comunes, a morir por un ideal si preciso fuera...
El primero de los Linares fue Juan Sánchez de Linares, padre del protagonista de este relato, vino con Alfonso XI a conquistar la ciudad. Hoy aún permanecen entre nosotros.